recuerdos

Todo lo aquí expuesto, son los recuerdos vistos con ojos de la infancia. Las imágenes son solo ilustrativas, salvo las que lleven algún tipo de especificación. Deseo que este blog, sirva para evocar también vuestros recuerdos... si así fuera, dejen su comentario y compartámoslo. Gracias.

APUNTES 12

Las 5 de la mañana. Pleno verano y ni una nube en el cielo. Apenas soplaba una suave brisa que venía trayendo del este, esa disimulada y tímida ráfaga de aire fresco. Tenía sueño aún, y me costó abrir los ojos, cuando la abuela me llamó desde la cocina, taza de leche fría en mano, y aquella hermosa y cómplice sonrisa. Como cada año, después de las fiestas, se alargó mi estadía en el campo. Mis padres resignados, me visitaban cada día, conociendo mi negativa ante la pregunta de rigor:
"¿Volvés hoy con nosotros a casa?"
Sucede que aún de pequeña, conocía los signos de la profunda tristeza del cambio de estación. Increíblemente, todavía hoy, después de más de 30 años, aún me deprime la cercanía del otoño...
Desde aquellos tiempos, en que el otoño significaba, volver a la rutina del colegio, de caminar por asfalto, de respirar otros olores inciertos y de dejar el mundo mágico de los abuelos. Pero ese será otro capítulo de la historia...
Otra vez en la paz de la cocina junto a los abuelos, apurando el desayuno pues ya estaba amaneciendo, y se acercaba la hora del gran acontecimiento.
Salí con la abuela al camino ancho y escoltado por los enormes eucaliptos. Siempre mirando hacia arriba, buscando entre el frondoso follaje, alguna señal de esas diminutas "chicharras" (cigarras) que alertaban con un tremendo barullo sobre el calor que se avecinaba. Una vez, después de tanto buscar en el tronco de un árbol, descubrí al fin sus formas. Con mucha sorpresa, encontré su cuerpo vacío y seco. El abuelo entonces me explicó, algo sobre la metamorfosis... pero me pareció muy espantoso... tenía entonces cinco años de edad, así que preferí imaginar a la "chicharra" como una princesa, que dejó de ser ese feo insecto, despojándose de las ropas que la tenían aprisionada, para convertirse en una hermosa hada, pequeña como un colibrí. Nunca le hablé de esto al abuelo.
Caminamos entonces hacia un cañaveral, donde asomaba ya a la vista el terraplén, una elevación del suelo, un pequeño arroyuelo, y el matorral.
Era curioso estar allí. Papá tenía unos catalejos, y desde la terraza de mi casa, me había hecho mirar a través de él, hacia el horizonte, a lo lejos, apenas pude ver una columna de humo perderse entre los árboles y el cielo.
En cambio ahora, estaba allí mismo, pensaba que extraño, encontrarme de pie en la línea de aquel horizonte...
La abuela interrumpió mis cavilaciones, hasta ahora habíamos andado en silencio.
- Hija! ya son las cinco y media! Ya llega! ya llega!
Y entonces, con los primeros rayos de la mañana, fijé ansiosa la vista hacia aquel bulto negro que asomaba entre un monte de álamos y sauces.
Así que después de todo, no estábamos en el horizonte, pues la claridad del día me mostraba que la línea donde se une el cielo con la tierra, quedaba muy lejos de allí. Y era desde esa línea, que emergía la mole rugiente, como hilera de enormes cajones de hierro repletos de carbón, troncos y granos, creo que distinguí también alguna habitación iluminada y hasta me pareció ver a unos señores saludar desde las ventanillas.

Era mi ilusión hecha realidad al fin, sentí que casi podía tocarlo. El tren, la locomotora a vapor, que todavía atravesaba aquellos parajes con su misteriosa carga, echando humo y devorando los pastos como las distancias. ¡Qué imponente era! Y al mismo tiempo se me antojó tan frágil! En pocos minutos la perdí de vista. Pasó raudamente haciendo crujir el terraplén y las cañas para desaparecer, no sin antes torcer a la izquierda y luego a la derecha y más allá... siguiendo un sendero serpenteante hasta el horizonte mismo. Pensé entonces, pedirle a la abuela que algún día, me lleve hasta el horizonte, pues deseaba pararme justo allí mismo, para ver como el cielo se une con la tierra.

apuntes 11


La mañana estaba oscura, parecía como si la sombra de un gran puño oprimiera el jardín y el huerto.
La abuela estaba cubriendo unos almácigos de tomillo, pues apenas comenzaba a brotar la delicada hierba, y una fuerte lluvia podría afectarlos mucho.

Yo salí a la galería que hacía las veces de secadero de plantas. Allí colgaban, ramilletes de lavanda, eucalipto, laurel, palto, higuera, alcanfor, álamo, sauce, fresno... y sobre una larga mesa, bandejas repletas de hojas de aloe, cáscaras de naranja y pomelo, cascarillas de nuez, en fin, era verano, y la principal actividad de la abuela, era disecar para que nada faltase en invierno, tanto para sus jabones y ungüentos como para la cocina. Así también podíamos encontrar en el secadero, tomates, ajíes, duraznos...
La galería, se hallaba orientada de tal manera, que quedaba muy protegida de vientos y tormentas. En su lado sur, se elevaban varios álamos como una muralla, en el lado noroeste, un laberinto de boj, y al este varios olivos, tilos y una frondosa madreselva. Además, la galería contaba con amplios ventanales hasta la mitad de su extensión.
Mientras ayudaba a la abuela a cerrarlos, oímos un descomunal trueno. El rayo cayó muy cerca de la casa, carbonizando un viejo ciprés.
En ese momento, la lluvia fue torrencial, así que corrimos a la casa. El abuelo también había estado asegurando puertas y ventanas. El viento era muy fuerte e inesperado.
Apenas pasaron unos minutos, y escuchamos ruidos de trastos que se golpeaban. En la cocina reinaba la calma, no venía de allí.
La casa de los abuelos, constaba de tres viviendas, comunicadas por un patio de buenas proporciones. En la parte principal estaban la galería de la, entrada, la cocina, el comedor, los dormitorios y el "caforchi", esa especie de taller-laboratorio que ellos compartían, este se comunicaba con un pequeño jardín de invierno, y luego la galería secadero. Cruzando el patio, los galpones que mis tíos utilizaban de almacenamiento, y más allá, una cocina de campo muy grande, con parrilla, donde se reunía la familia los domingos. Los abuelos y yo, mirábamos por la ventana del frente, la lluvia que arreciaba sobre el monte de eucaliptos, ignorando lo que ocurría en el secadero.
Pero, en un segundo, vimos volar por los aires un ramillete de lavanda. En ese momento el rostro de la abuela se puso muy pálido. Corrió al fondo e intentó salir, pero entre el abuelo y yo se lo impedimos. Escuchamos otra vez espantosos ruidos, espantosos porque comprendimos que el viento hacía estragos en el secadero, donde los ventanales se abrieron dejando todo a su merced.
Quedamos mudos de impotencia.
Cuando la tormenta pasó, era cerca del mediodía, llegaron las tías preocupadas por la intensidad del viento.
Cuando salimos al patio, ya desde allí pudimos ver la galería vacía. Nada había quedado. Todo se encontraba disperso a lo largo de la media hectárea que rodeaba la finca.
Lloré junto a las tías, ellas recordaban con tristeza las veces que de niñas ayudaban a la abuela en sus tareas de recolección de frutos y plantas, las veces que prepararon allí conservas con tomate disecado ¡y qué ricos que eran! tal vez sería el primer invierno en que no los comerían...
La abuela entonces, se puso a limpiar enérgicamente. Era finales de febrero, pero aún queda mucho por cosechar, dijo, y con suerte, también se podrá secar algo más.
Todos ayudamos a la abuela. Las tías seguían llorando, evitaban mirar el huerto y el jardín, donde solo quedaban tallos cortados, pues toda la producción de ese verano estaba en el secadero.

Al atardecer, la abuela me tomó de la mano y juntas fuimos hasta los manzanos. Eran cuatro, daban frutas que nunca acababan de madurar. Buscamos las manzanas más grandes y llenamos una canasta. Luego en la cocina ¡a pelarlas! Hirvió la pulpa con azúcar hasta que se cristalizó. Las cáscaras, las colocó en fuentes para secar. Sonreía y cantaba, como si se le hubiera ocurrido una gran idea.
Cenamos pollo, papas y de postre, dulce de manzana.
Al día siguiente, muy temprano, me explicó que secaríamos las cáscaras de manzana, y me enseñaría a hacer "extracto de manzana en polvo", lo dijo así, dándole la mayor importancia.

Eso me dejó la abuela, la enseñanza de que pase lo que pase, siempre hay algo nuevo para hacer. Decía siempre que el futuro sería de aquellos que supieran "crear" las condiciones.
Unos días después, anunciaban la escasez de algunos productos, entre ellos el jabón. Mi tío mayor tuvo la idea ¡vender jabones! Está bien, dijo la abuela, pero solo a los de la capital, aquí a mis vecinos siempre se los regalé, y lo seguiré haciendo. Vendió mucho, tanto que pudo invertir en la compra de hortalizas, tomates... y mirando al cielo un día me dijo: todavía hay buen sol, ¡vamos al secadero hija! Aunque no se privó de criticar aquellas verduras que ¡quién sabe con qué las regarían!...

apuntes 10







En verano, me dedico a encontrar siempre nuevas actividades para hacer en la casa. El sol a ciertas horas, invita a "evitarlo" como sea. La siesta sigue siendo mi puerta al recuerdo, una entrada que me lleva al pasado, de la mano de aquellos días tan diferentes... vistos con los ojos de la infancia.
Sigo buscando en el viejo baúl, respuestas en los cuadernos de la abuela. Y encuentro una cada vez...
Cada cuaderno tiene su propio "alma", pues oculta algo entre sus páginas, a la espera de ser descubierto.
Así fue como una calurosa tarde, tomé uno de ellos, especial como todos, y hojeándolo, hallé un trébol de cuatro hojas, reseco, pero no marchito, envuelto en un delgado papel escrito de mi puño y letra.
Y fue como volar por los cielos perfumados de antaño para caer en el jardín, tan verde, plagado de hierbas de todas clases.
Fue un atardecer maravilloso, la abuela y yo nos dedicábamos a cortar hojas de aloe para disecar. Las plantas, estaban cultivadas en hileras, en los fondos de la casa. y aun lado, crecían tréboles a montones. Mientras ella se dedicaba a su tarea, yo rodaba por encima de esa olorosa alfombra verde, y buscaba siempre, uno, que tuviera cuatro hojas. ¡Decían que daba suerte!
Durante algunos años busqué afanosamente, bajo la mirada benigna y atenta de la abuela. Y entonces, aquel verano de 1972, lo encontré.¡ Allí estaba y no lo podía yo creer!
Lo miré largo rato, sorprendida y sin poder tocarlo, dudaba de que fuera cierto. Al fin, con mucho cuidado, lo corté. Conté: 1, 2, 3, 4... 1, 2, 3, 4... 1, 2, 3, 4... Y así seguí... hasta que la abuela me dijo: " ¿Pa qué cuentas tanto, hija? Que son cuatro ¡no van a desaparecer!" - Y me abrazó, saltamos felices por el hallazgo. Luego me dijo que pidiera tres deseos y lo guarde dentro de un libro.
Así lo hice.
Al rato y ya la galería donde estaba el secadero, la abuela colocaba las hojas, cortadas en finas tiras, sobre una plancha de metal, que luego cada día exponía al sol directo y por la noche cubría con un paño de algodón.


En casa de los abuelos, había un cuartito para mi sola, donde colgaban, de las gruesas vigas del techo, pequeñas bolsas repletas de flores de lavanda ¡todavía puedo sentir ese aroma! Quedaba impregnado en la ropa de cama, en las toallas... hasta en las cortinas de gasa. Esa noche, después de besar a mis abuelos, cuando me quedé sola, acurrucada en la cama entre almohadones bordados con hilos de vivos colores, tomé el trébol entre mis manos, y pensé en mis tres deseos, los escribí en un papel de moldes y lo envolví en ese mismo papelito. A la mañana siguiente, lo guardé entre las hojas de uno de los cuadernos de la abuela. Y me olvidé de él.
Así creo que somos cuando niños, cada parte de nuestra vida siente con tanta pasión cada momento, que es como un fuego, realmente, y el fuego, vuelve cenizas todo, ¡menos los recuerdos! Que ahora retornan a mí, con la furia de aquella tormenta, que causó devastación en la galería de la abuela...

Yo estaba guardando el cuaderno, cuando escuché el primer trueno, y luego otro, e inmediatamente el viento comenzó a llevarse todo.

apuntes 9


Cuando era muy niña, esperaba a los reyes magos, debía dejar, en la noche del 5 de enero, mis zapatos fuera de la casa, además de agua y pasto para los camellos... junto con una cartita, donde pedía aquello que deseaba recibir de regalo.
Recuerdo que pasaba una larga temporada en casa de mis abuelos para las fiestas, incluso reyes, por lo tanto, allí dejaba mis zapatos también, en medio del gran patio, y allí por arte de magia, muy temprano, en la mañana del 6 de enero, aparecían mis regalos, los que supuestamente dejaban en mi casa, y los que correspondían a la casa de los abuelos.
Pero una vez, descubrí, que si no todos, al menos uno de los reyes magos, ¡era la abuela!


Sucedió que debido a la impaciencia, escribí mi carta (a instancias de la abuela) mucho antes del atardecer del 5 de enero, en la cartita que dejé en mi casa, manifesté que deseaba un muñeco, de esos llamados "bebote malcriado", eran muy reales. (Todavía lo guardo). En la otra carta, pedía una regadera de verdad, y un mortero de piedra... Entonces, noté, unas horas después, que había otra carta junto a la mía ¡los reyes me habían contestado! corrí al patio, y antes de abrir la nota, reconocí el papel... qué extraño, era igualito a las hojas de un cuaderno de la abuela... al leerlo decía, que para los reyes, era difícil conseguir un mortero de piedra, así que me traerían uno de madera o que les dijera si quería otra cosa.
Quedé perpleja, reconocí también la letra, ¡era la letra de la abuela! En ese momento levanté la vista y vi su rostro feliz contemplándome, no demostré sorpresa, oculté mis sospechas, jamás le dije nada, nunca. A pesar de haber descubierto, que los reyes solo me dejaban los regalos en mi propia casa, seguí sacando los zapatos al patio, y hasta los 14 años, dormí la noche del 5 de enero en casa de los abuelos.
Recordaba esto, porque encontré en unos de los cuadernos, algunas de mis cartitas, aún mi madre las guardaba.


A veces digo que ya no tengo espacio para tantos papeles y objetos viejos que heredé, pero cuando mi madre falleció, hace tres años, encontré entre sus cosas, cientos de recuerdos, lo que hago es usarlos, ya no los amontono por ahí, pues solo juntan polvo, ollas de barro, de hierro, manteles, carpetitas tejidas, cortinas, y hasta botones de nácar, con los que bordo almohadones y todo lo que se puedan imaginar, teteras, botellones, en fin, mi casa desborda de utensilios antiguos, que no los cambio por nada, pues con solo mirar un mantel bordado, por ejemplo, ya vienen a mí los bellos recuerdos de la infancia.
Como un viejo trozo de lienzo blanco, puro algodón, que me llevó a buscar esta receta, de lo que hoy podríamos llamar aceite esencial puro de laurel.

"Para conseguir al momento, aceite bien oloroso de laurel, usé una taza de pepitas maduras o verdes pero de las grandes.


Ahora las he machacado mucho, y a la olla a hervir 20 minutos en dos tazas de agua.
Después dejo que reposen 2 horas y filtro, guardo el agua que también es buena.
Envuelvo las pepitas cocidas con el lienzo y presiono hasta que salga todo el aceite de color verde espeso y muy fragante.
Lo he guardado en un frasco de vidrio lavado con jugo de limón."

Resulta que encontré el viejo trapo que usaba la abuela para hacer este aceite, que según ella era especial.
Hoy lo hice, y les aseguro que realmente es muy aromático y concentrado. Claro, este es un sistema que llaman "por presión", como hacen el aceite de oliva, por supuesto que mucho más artesanal y menos complejo... Sé que con este aceite, ella preparaba unos ungüentos, que ya buscaré la receta...

apuntes 8


Seguro que muchos recordarán el huerto de los abuelos. ¿por qué, era mágico? Y es que día a día, estación tras estación, podíamos ver en ellos crecer la vida, lo mejor de la naturaleza manifestándose en todo su esplendor, color y aromas. Siempre antes de las lluvias, no sé muy bien cómo, pero la abuela se las ingeniaba para que yo esté junto a ella, en ese espacio perdido entre hierbas y arrogantes macizos de azucenas.


Uno de los cuadernos, el que respeto como se respeta a los abuelos, despide ese olor a tiempo pasado, esos colores sepia, de las fotografías de antaño.



Hojearlo, es como mirar a través de una cortina tejida al "crochet", y volver a ver, entre hebras de algodón desteñido, la silueta inconfundible, encorvada hacia adelante, sosteniendo el sombrero con una mano, mientras que con la otra carga, la pesada y gruesa regadera de zinc...
Cuando llegaba a casa de los abuelos, era como transportarse a otro universo.

Después de recorrer a pie varios cientos de metros entre eucaliptos, por un angosto camino de tierra, se llegaba a un portón de hierro muy grande, que parecía estar incrustado en un cerco de cipreses y ligustro, y a cada lado, como escoltándolo, el azarero y el jazmín. Yo veía aquel portón, desde la distancia, y ya el corazón se me agitaba, mientras podía contar cada uno de sus goznes y rejas retorcidas que formaban extrañas figuras, que me hablaban a veces y otras simplemente callaban...
Al traspasar aquella entrada, de siluetas que bailan, podía uno sentir el perfume de la casa.

La casa olía a tierra húmeda y plantas, ya faltaba recorrer unos pocos metros, el sendero se internaba entre espesos matorrales de salvia, serpenteaba alrededor de los olivos para desembocar suavemente en el majestuoso patio de cemento y canto rodado. Allí todo era trinar de pájaros, siempre miraba hacia arriba, para descubrir los rayos del sol filtrándose entre las copas de los álamos plateados, mientras caía alguna hoja rojiza del alcanfor, agitado por el aletear de palomas.

Otro sendero y otro cerco, pero de lavandas, rosales y Áloes, otro portón, pero de madera avejentada... y aparecía allí, sonriente y con los brazos tendidos, la abuela, con su eterno delantal y su sombrero de rafia. Me besaba y murmuraba en mis oídos: "¡Rápido hija, que hay que preparar los aceites!"
Y justamente, en este cuaderno ajado, al que hay que tratar con mucho amor y cuidado, están las recetas de los aceites que hacía la abuela.
En aquellos años, no se conseguían como hoy, esencias, fragancias o aceites esenciales... Había que "inventarlos" o descubrirlos, como decía la abuela.
Ella aprendió la forma artesanal y casera de elaborar cada uno de los ingredientes "mágicos" para mí, que olían tan lindo y dejaban la piel suavecita...
Siempre me decía muy seria: "Hija mía, la naturaleza nos ofrece todo, la comida y su belleza, para quien sepa extraerlas, por eso siempre respétala."
Y así era. Receta:



"El Aceite de azucenas.
Siempre buscar, en otoño o invierno, los bulbos y raíces más grandes de la planta, con uno solo, he podido hacer 1 litro de aceite.
Que los he machacado muy bien en el mortero. Después echado dentro de un botellón de vidrio de boca ancha con 1 litro de aceite de girasol. Se calienta al sol media hora.
Hay que envolverlo con un trapo negro y guardarlo en lo oscuro 25 días. Hay que filtrarlo mucho, y se guarda dentro de una botella lavada con jugo de limón.
Sirve para los granos de la piel, picaduras y alergias.


Las flores se cortan a la noche, cuando más se huele el perfume. Uso solo los pétalos de 4 flores en un cuarto de aceite de oliva.
Que lo dejo macerar 3 o 4 días y lo filtro y que luego le he echado la segunda flor, y 3 días más reposar, lo filtro y le echo la tercera flor y dejo descansar 3 días más, lo filtro y le echo la cuarta flor, 3 o 4 días y ya está.
Se filtra muy bien y se guarda en frasco lavado con jugo de limón, pero seco, solo el aceite.
Este aceite es muy bueno para la piel delicada".

Transcribo tal cual está escrito en el cuaderno, con faltas tal vez de ortografía o con errores de sintaxis. Tal vez me anime, amigas mías, alguna vez, a fotografiar sus páginas, porque ya he comprendido que todo fue escrito para su nieta, y eso gracias a ustedes, que me hicieron volver a leerlos y a amar lo que ella hacía. Seguramente, pensó que yo algún día lo comprendería y dedicaría algún tiempo a disfrutar de lo que hacíamos juntas también durante mi infancia y adolescencia.

Cuando lean esto, recuerden en qué época fue redactado, traten de imaginar cada momento de su vida, tan distinta a la nuestra. ¿Tan distinta?
Hoy tomé una determinación, si tengo una nieta, le transmitiré a ella todo esto que me dejó la abuela, pero en caso de que no sea así, al menos se, que ustedes algo tomarán de lo que ella me enseñó.

apuntes 7



Han pasado las Fiestas. Ya recibimos el nuevo año, y en esta región del planeta, el verano está a pleno.
El calor invita a madrugar mucho, para realizar las tareas de la casa con "la fresca". Comencé a cosechar hierbas, flores de lavanda, manzanilla, semillas de amapola y cilantro... Y aprovecho en las largas y calurosas siestas, para leer los cuadernos de la abuela. Es inevitable soñar, los recuerdos, a veces vienen en sueños. En una página muy ajada, encontré una lista de hierbas cultivadas por la abuela, y entonces volví a pisar ese suelo oloroso y blando, rodeado de una cerca de madera "encalada", al oeste la puertita azul, al abrirla, uno se encontraba con un pequeño claro, de tierra apisonada y algunas baldosas, allí estaban las herramientas y la regadera de zinc junto a algunas macetas de barro, allí me sentaba, mientras ella cortaba flores de lavanda y violetas. La abuela me contaba que en España, su madre le había enseñado a cuidar de algunas plantas del jardín, cuando era muy niña, se hizo cargo de una planta de violetas, y de un cerco de lavanda, debía regarlos a diario. Por eso también a mí me inculcó el amor por los jardines y los huertos.
Entonces yo tendría unos siete años de edad, y los amaneceres entre esa cerca, me sorprendieron muchas veces quitando maleza, o atando ramilletes de flores, mientras la abuela, perdía la vista en el cielo largo rato, ensimismada quien sabe en que pensamientos... u otros recuerdos...
Y leí esto:
"Hierbas aromáticas y medicinales:
Tomillo, orégano, salvia, romero, manzanilla, borraja.
Lavanda.
Flores, amapolas, rosas, violetas, azucena (cortar los bulbos para el aceite)
Preparar los atados para el secadero".
¡No pude evitar dar rienda suelta al llanto! Lo había olvidado por completo. Cuando reconocí la letra, recordé aquella mañana en especial.
Era verano, y la abuela me llevó a la huerta justo antes del amanecer, porque así debía ser, las hierbas se cortan a esas horas -decía- ella llevaba puesto su eterno delantal de algodón, un sombrero de rafia (que guardo en el baúl) y enormes tijeras.
Cruzamos el patio, grande y cuadrado, de cemento, rodeado de árboles, álamo, laurel, alcanfor, sauce, tilo y un cedrón. Más allá la galería con sus glicinas y el parral, a paso vivo, la abuela me llevaba de la mano, mientras yo cuidaba de no perder el cuaderno, que asomaba de una bolsa tejida, que se balanceaba en el extremo de un cordón asido a mi cintura.
Yo miraba mis pies que marchaban al lado de los pies de la abuela, intentando contar los pasos, ¡pero la abuela caminaba siempre tan rápido!
Cuando llegamos al huerto, cantaban los pájaros, empujé yo la puerta azul, y otra vez descubrí aquel lugar mágico, con ojos de niña, todo es más grande, los colores más brillantes, los aromas más dulces. Me senté como de costumbre en la entrada, en un banco de madera, mientras la abuela, se internaba entre los caminos de ladrillo que custodiaban las hileras de lavanda, tomillo... en el otro extremo los rosales, junto a una bomba de agua (también la guardo, atesorada en mi propio jardín). De a ratos solo veía su sombrero de rafia, y escuchaba su voz, que me dictaba: "Hierbas aromáticas y medicinales: tomillo, orégano, salvia, romero, manzanilla, borraja. Lavanda.
Flores, amapolas, rosas, violetas, azucena (cortar los bulbos para el aceite)
Preparar los atados para el secadero".

Y hoy, justo antes del amanecer, corté la lavanda, y preparé los atados para secar.